La prevalencia de la conciencia



Estaba llorando sobre la trémula cama de mi palpitante corazón. Desahogaba mis penas por una mujer. Una de tantas que ya me habían partido antes el corazón. Y es curioso, de verdad, cómo por más que te lo parten, duele igual de intenso cada vez que pasa. Y lloraba, sí. Lloraba porque quería. Lloraba porque se me pegaba la gana hacerlo. Ella, aquella mujer, no me partió el corazón en realidad. Me lo partí yo al ver su partida. Ella fue buena con él. Lo cuidó mientras quiso, y lo quiso mientras lo cuidó. Y cuando ya no más, lo dejó suavemente sobre la almohada de mi cama; y salió. Irremediablemente, cuando lo encontré solo y desprotegido, me enojé. No con ella, y no tanto conmigo, pero me enojé. Y partí mi corazón. Y lo lloré, y lo lloré, y lo lloré otra vez más. Y lo seguía llorando, sólo porque sí. Porque, de alguna forma, es lo correcto cuando alguien se va: Llorar.

Estaba llorando, en fin, cuando se acabó el mundo. Simple y sencillamente se acabó. Todo se puso negro, de un momento a otro. No sé yo por qué, sólo se puso negro. O, más bien, todo se dejó de poner de alguna forma. Quizá, sospecho, todo se dejó de haber. Incluso yo dejé de haber. Ya no soy, ya no estoy. Ya no existo yo. Ya no existe nadie, ni nada, ni nada de nada. Pero aún así aquí estoy. No estoy muy seguro de qué es aquí, pero aquí estoy. O quizá no estoy, pero aún quedo. Y es posible que aún quede alguien más, pero no tengo yo ojos para ver, ni cuerpo para sentir. Podría decir que hace frío en esta negrura temible; pero en realidad no tengo piel para sentir frío, ni ojos para ver alguna negrura, que a pesar de todo se siente temible.

Al principio tuve miedo. Fue como una luz que se apagaba. Toda luz existida, de hecho, se apagó. Me tardé un momento en comprender qué pasaba. Asustado, creí que me había quedado ciego. Me asusté más todavía cuando noté que no podía palpar mis ojos. De hecho, no podía palpar nada. Sorprendido, fui notando que no tenía un cuerpo. No sentía nada. No sentía dolor, ni tampoco sentía frío. No sentía, no tenía cuerpo para sentir. Y quise llorar, pero no tenía ojos para llorar. No había lágrimas que brotaran para desahogarme. Y se sintió mal, terriblemente mal.

La nada cubrió todo. O, mejor dicho, la nada absorbió todo. Todo, eventualmente, se volvió nada. Y aquella nada de la que antes me gustaba hablar, ahora se presentó frente a mí. Me gustaba hablar de ella como un objeto imaginario. Como algo que no existe. La nada, para mí, era la negación de la existencia. Pero sólo se le puede llamar de alguna forma a un objeto, y la negación de este objeto, no podía llamársele de alguna forma, porque no había nada a que llamarle algo. A este vacío, entonces, le llamaba yo La nada. Y entre éste vacío me encontraba yo ahora. Me volvía parte de La nada. Y, al mismo tiempo, me excluía ella. Todavía prevalecía mi conciencia.

Es difícil explicar la simplicidad con la que todo desapareció. No hubo un sonido de alarma, ni se inmutó nadie, ni nada. Simplemente todo dejó de existir. Así, nada más. No sé si hay alguna explicación, o alguna razón, pero no importa nada de eso ya. Los motivos dejan de ser relevantes cuando se encuentra frente a La nada, de la cual ya no hay regreso. Y te vuelves consciente de que todo principio precisa de un final. Sin embargo, te encuentras, envuelto en La nada, frente a un infinito aterrador; y te preguntas si habrá realmente un final; y te preguntas si hubo realmente algún principio.

Hace cuánto tiempo ocurrió esto, no lo sé yo. El tiempo es irrelevante. No sucede nada, no hay nada contable con lo qué establecer un tiempo. Esta prolongación, bien, puede haberme reducido a un instante que se volvió infinito. Pertenezco a la infinidad del tiempo, ahora. Pues el tiempo no se detuvo, desapareció, careció de importancia. Y siempre dije que el tiempo existía en la medida que necesitábamos de él. Ahora que no es necesario, ha dejado de existir. Dejó de existir, o se volvió infinito e inmutable. Sí, es cierto, pertenezco a la infinidad del tiempo.

Durante un tiempo indefinido -porque no hay tiempo qué definir-, estuve triste. Y pensé en mis papás, en mis hermanos, y en toda la gente que alguna vez conocí. Me preocupé por ellos. Me preguntaba qué habría pasado con ellos. Me preguntaba si alguna vez los volvería a ver. Los extrañaba. Aunque al momento de dejar de existir quería estar solo, nunca antes había requerido tanto de la compañía. De un abrazo, de una sonrisa, o de cualquier gesto de aprecio. Y no sentirme tan solo. Pero lo estaba. Irremediablemente, estaba solo. Como nunca antes nadie había estado tan solo.

Decidí, con el tiempo, que la gente seguía existiendo. Decidí que, al igual que yo, todos los que conozco siguen existiendo. Y, a pesar de que somos incapaces de comunicarnos, todos los demás humanos siguen allá, en las mismas condiciones que yo. Decidí que no estaba solo. Decidí que todos estábamos solos, y que eso nos unía. Y si me equivoco realmente no importa, porque ante un vacío infinito como el que me encuentro, existiendo sólo mi conciencia, existe lo que yo decida que existe. Y, a fin de cuentas, nadie podrá nunca decirme lo contrario. Existe lo que yo digo que existe.

Esto, supongo, ha de ser la muerte. Así debe ser estar muerto. Porque, si todo ha dejado de existir, y mi cuerpo mismo ha dejado de existir, debo estar muerto. A pesar de que mi conciencia sigue existiendo, seguramente estoy muerto. Y, de alguna manera, esto no está tan mal. Al principio lo estuvo, sí, pero uno se acostumbra. Estoy un poco decepcionado, de cualquier forma. Esperaba encontrarme con Dios durante la muerte. Siempre creí en la vida durante la muerte, y a la muerte siempre la creí un sueño. Pensaba en los sueños como una prolongación de la conciencia, pero en un mundo alterable al gusto, donde todo puede pasar. Tan sólo que cuando despertábamos, lo olvidábamos por completo. Y para mí, la muerte era un sueño, y nacer era despertar. Sin embargo, este mundo no es alterable al gusto, porque no hay nada qué alterar. Y no veo que vaya a despertar algún día de esto. Pero, por lo menos, me hubiera gustado encontrarme con Dios. Supongo, entonces, que si me encuentro con Dios, será dentro de mí, a lo largo de esta infinidad.

Ahora mismo, sólo existo yo. Sólo existe mi conciencia, que soy yo. Y no puedo hacer nada más que pensar. Pienso y pienso, y sigo pensando. Y reflexiono sobre las tonterías que me preocupaban mientras todo existía. Y también sobre las cosas profundas de la existencia y el ser. Pienso en todo, pienso sobre todo. Pienso y pienso, porque no hay otra cosa que hacer aquí. Ya no hay nada qué hacer. Tampoco lamentarme, porque esta situación lleva así mucho tiempo ya. No cambiará. Sólo puedo seguir pensando, y mi conocimiento se va incrementando conforme pienso. Supongo que el ser humano sí está destinado a saberlo todo, y por eso disponemos de una infinidad en La nada, durante la muerte, para averiguarlo. ¿Qué pasará después? Quizá dejemos de existir. Quizá decidamos que nosotros mismos tampoco existimos, y dejaremos de existir. Y entonces terminará la prevalencia de la conciencia.

Prólogo

Sístole y diástole;
exhala.
Beso bohemio
en labio francés.
Pestañeo,
sobriedad adúltera,
alucinación.
Repetición subsecuente.

La reliquia de la vida
es la poesía
de un beso empedernido.
El amor de tinta
ahora es de pixeles.
Haz el amor con tu arte,
y el arte con tu amor.

Furor,
fulgor,
finura.
L'amour c'est tout.
(Tout c'est toi!)

Oblícuo contenedor,
ambíguo,
tentativo.
¡Vértigo en la espina dorsal!

Y sístole y diástole.