Ella vino. Distinguí a la distancia su delicada y fina silueta acercándose. A lo lejos, no su cara, sino su entelequia divina, resplandecía intensamente, de la manera en que sólo con los ojos de un amante se es capaz de percibir. Cierto, a aquella distancia no podía siquiera apreciar su rostro, pero su misma esencia comenzaba a recorrer mi cuerpo desde el instante que la degusté con la mirada, a primera faz. Admito que la dudé un instante primero, pensando que fuera, quizá, una fantasía mía. Pero conforme acercose, su exquisito olor a ella borró de mi mente toda duda que pudiera permanecer a altura semejante. Ella vino. Anonadado y embelesado, sonreí al verla acercarse con cada paso. Ella prometió venir, desde luego, y no había razón alguna que me negase que ella vendría; pero tantos largos días sin ella me habían vuelto un escéptico perdido, que impacientemente sostenía en su pecho un rayo de luz esperanzado. Y una vocecilla en mi cabeza me repetía que ella vendría. Sí, por supuesto que ella vendría, pero el hecho de verla ahí, frente a mí, era un gusto indescriptible; e increíble, sobre todo.
No sé yo si el amor mueve al mundo, pero ella es definitivamente el motor de mi mundo. Es mi Sol, mi ente expectante, sobre el cual no puedo hacer más que dar vueltas a su alrededor, y amarla. Y gloriosamente, funciona a la inversa. No, yo no sé si el amor realmente mueve al mundo; pero mi mundo sí que es movido por ella.
Cuando ella estuvo al alcance de mis suspiros, un viento místico sopló tenuemente, agitando junto a su cabellera preciosa, las hojas de los árboles y las ramas de los mismos. Ante semejante espectáculo, no pude más que exhalar un –Eres hermosa–. Ante mis palabras sinceras, ella ahogó una risa nerviosa y sus mejillas se tornaron de un rojizo cálido y cariñoso, mas sostuvo la mirada en mis ojos. –Vine –respondió.
Y vaya que vino. A este parque de siempre. A nuestro parque de siempre, vino. Tras meses sin vernos, y sólo en contacto por medios absurdos que comunicaban nuestras palabras, mas no nuestras caricias, vino. Y ése día, más que ningún otro, ese parque era nuestro. En presencia era quizá nuestro, pero en esencia su pertenencia a nosotros era innegable.
–Seme sincero, amor –me pidió suplicante, al tomar mi rostro entre sus manos–. Seme sincero. Porque esta duda me persigue cual sombra mía. Me acosa dormida como si despierta estuviera, y me acosa despierta como si estuviera dormida. Así que seme sincero, amor. Sólo eso te pido. Confiésame, por favor, ¿en qué nos hemos convertido?
–Somos novios, cariño. Sólo eso explica nuestra situación.
–¿Y cuándo lo he concebido?
–Yo te amo. ¿No me amas tú también?
–Por supuesto que te amo, más que a nada en éste mundo.
–Es todo lo que importa. Es la razón por lo que somos novios.
–Sabes tú que no puedo darme ése lujo. Me lo has pedido ya antes, pero no puedo acceder. Conoces la causa que me lo impide. Y te amo, es cierto; y tú me amas también. Pero si no acepto ésa propuesta, no creo que podamos llamarle un noviazgo propio. ¿Qué es lo que somos, entonces? ¿Qué son dos amantes, que en la lejanía se aman, mas una causa superior les impide establecer una relación? Me pregunto aún ahora si existe nombre para eso.
–Por supuesto que existe uno. Es noviazgo, cariño. Ya te lo he dicho.
–¿Qué es el noviazgo, entonces?
–Dime, ¿qué cambiaría en nuestra relación, si estableciésemos el título de novios?
Dudó, por supuesto. Dudó, porque sabía ahora que no había una respuesta positiva a mi pregunta. No, no habría ningún cambio para dos amantes que ya viven el cenit de su amor.
–No habría ninguno –le dije–. El noviazgo es el estado de una relación en que dos personas se aman, se respetan, y se lo demuestran mutuamente; así no tengan el “título”. Cualquier pareja que se ame, pero no se respete; o se respete, pero no se ame; o bien que se respete y se ame, pero no lo demuestre, no tienen derecho a llamarse novios. ¿Ves aquellas parejas en que “la quiere, pero la maltrata”? No son novios. ¿Ves esa otra pareja que “estamos bien, pero no siento nada por él”? No son novios. O incluso aquellas en que se aman y se respetan, pero ni siquiera se dirigen la palabra, no son novios, tampoco.
» ¡Pero nosotros sí! Nosotros, y cualquier otra pareja en el mundo; cualquier hombre y mujer, hombre y hombre, o mujer y mujer, que se amen como nos amamos, se respeten como nos respetamos, y sean capaces de demostrárselo como nosotros lo hacemos, sólo aquellos tienen el derecho de llamarse novios. Y no necesitamos ningún “título” que lo demuestre. –Le profesé apasionadamente mientras la tomaba de la cintura–. No necesitamos formalidades, porque ser tu novio no es tener un título o una propiedad, es un estado de amor y respeto hacia ti, amor de mi vida. Y no existe una línea que defina cuando comenzamos a ser novios, sino el instante en que ambos reunimos estas tres características. Y es el mismo instante en el que otras parejas dejan de ser novios, cuando alguna de las tres falta.
» El noviazgo no es un título, es una actitud. Y créeme cuando te digo que te amo como nunca he amado en mi vida. Eres tanta parte de mí como lo soy yo mismo. Y, lejos o cerca, en presencia o en esencia, yo estoy siempre contigo. Porque, estés donde estés, vayas a donde vayas, amor mío, yo estoy y voy contigo. Por lo que te pido que no temas más, jamás, pues de soledad es de lo único que jamás permitiré que sufras.
Y la besé, sí. Mis labios alcanzaron los suyos, y la besé. Y es aquel beso en que comprendes que jamás existirá algo a lo que se le pueda llamar “beso de rutina”. Porque el beso no es mis labios en los suyos, y los suyos en lo míos. El beso no es el acto, sino el sentimiento que se transmite a través de él. Y si hay algo a lo que le llaman “beso de rutina”, es un contacto labial frío e inexpresivo. Y el beso no está en los labios, sino en la pasión con la que mis labios recorren los suyos, e incluso en la misma pasión con la que mis dedos recorren sus cabellos.
Y es el mismo beso en que comprendes que no hay nada más inmenso y compacto como un beso. Pues comprendes que la esencia de Dios no vive en las misas, sino en el amor profeso que se vive entre las personas que se aman. Sí, si Dios es amor: Nosotros, aquí mismo, en éste instante al que llamamos beso, estamos viviendo a Dios mismo.
Es por esta razón que encomiendo mi alma al Señor. Porque comprendo que en su gracia está la felicidad eterna. Y no es su gracia la que nos venden en los sermones del “haz esto, y no hagas aquello”; sino la gracia que se manifiesta al vivir el único y sencillo precepto: Ámense los unos a los otros como Yo los he amado.
Y encomiendo mi alma al Señor, porque encuentro la felicidad eterna en tu existencia, amor de mi vida. Y comprendo que el amor a tu ser, a tu alma, y la felicidad que evoca tu beso exquisito, son la gracia de Dios manifestándose en el milagro que eres en mi vida. Mi Dios es un Dios de amor, y el amor que siento por ti, vida mía, es Dios mismo encarnado en tus labios. Es por esto que soy feliz contigo y únicamente contigo, y por esto me atrevo a llamarte el amor de mi vida: porque te amo más que a nada en ningún otro plano o existencia; y al amarte, amo a Dios, y al amar a Dios, te amo.