Parto de mi sensibilidad. Tres gotas caían sobre mi mano, cuatro resbalaban por los costados de mi brazo, hasta el codo, y regresaban al techo. Octubre flotaba fuera de mis pestañas, y yo al estirarme, alcanzaba sólo un viejo pedazo remendado de enero. En esas manos torpes, cansadas, fachosas podía ver escurrir cada grano, como reloj, en las ranuras que quedaban al cerrar mis dedos. El silencio, ahora sí, era el ruido más filoso. Los colibríes viraban en torno a sí, pero siempre, sin falta, revoloteando a conciencia donde fuera que yo pusiera mis oídos: a veces en la mesa de la sala, a veces bajo el escritorio saturado en que escribo; no les miento, una vez, incluso, abajo del agua tostada que manaba del ombligo de un hombre grisáceo y sonriente que tiritaba sus últimas lágrimas a la mar.
Estar dormido es como estar despierto; justo así. Yo caminé por la acera de siempre, en la ruta de siempre, al autobús de siempre que me llevaba al refugio de siempre. Esta vez, pero, un anciano esperó al lado mío. De sus manos no caían peldaños; no rebosaba de granos que, por su propio peso, cayeran junto a las suelas de sus zapatos desiguales.[i] Su semblante era sabio, pero algo en su barba cuasi-extendida de oreja a oreja (nueva, empero, de no más de tres días) sugería, de alguna forma, en algún sentido arábico –estoy casi seguro—un sabor a inocencia exquisito; yo ya no me acuerdo a qué, pero si de memoria no peco y agravo, sería parecido a obleas nayaritas de las que ahora me duele acordarme. No me equivoco, este hombre no estaba tan inconvenientemente cansado. Lo miré a los ojos, y una fibra color tornasol me miraba a mí directo. Después de un corto, creo, silencio, esa fibrilla gritó:
¿Qué sabes tú de carnaza? Mírate, ahí, parado, sobando tu mentón como si supieras algo que sé bien que no sabes. Mírame aquí, enclaustrado, perenne, los albores del sueño no son tan lánguidos como tu torso. Puedo mirarte ahí, quieto, creyendo que lo sabes todo porque pones dos o tres verdades en letras y les das un estilo. Quisiera verte brincar como yo lo hago; ¡quisiera verte pensar en los velos que se han colgado, que yo mismo he colgado, en cada casa de cada amigo que se ha marchado a vivir a otro lado! Eres precoz, se te nota en las caras que pones cuando crees que escribes, y todavía peor, vas por ahí diciéndole a todos que eres, descaradamente, un poeta autonombrado.
¿Qué sabes tú de lingotes? Porque yo alguna vez fui más viejo que tú; pero eso de la senectud ha héchome pésimo para las labores intransigentes. Cuando (digo cuando para que me entiendas, de éste lado de la banqueta ya eso no se usa desde hace tanto) mis vidrios dormían a la par conmigo, cuando los lápices confabulaban con las máquinas literográficas para explicarme entre mis noches de lo que trataba un pedazo de prosa escrita con huevos, y cuando eso de hacer poesía se hacía mucho más pariendo que con mostachos engalanados, en el ejido donde yo nací, allá por Pénjamo, Guanajuato, seis hojas caían cada septiembre, y la última quedaba pendiente sobre un naranjo del rancho.
¡¿Y qué sabes tú de cortejo?! Pelmazo. Yo me acuerdo de ti antes de que hubieras nacido, y solías contarme que si algún día crecías, sería sólo para acordarte de eso, de no haber nacido, desde otra perspectiva. Te moriste antes de darme tiempo de darme un respiro de tus poesías. Lo que quiero decir es que hay, en este momento, en el micro-patio de mi departamento, una especie de líquido grumoso y estático, esperando por que llegue yo a casa. Es espeso, amarillento, y a veces, cuando piensa que no estoy viendo, borbotea. Suele ser el único que me acompaña, entonces, en las madrugadas en que me hace falta sueño.
El anciano ese, en cambio, sólo sonrió en silencio. Sabía bien, a buen modo, que yo entendía lo que quería decirme su iris en todos los ecos que hizo sonar en mi cráneo. Enmudecí, me quedé no otra cosa más que callado, y el ceño fruncido que acostumbro cargarme tanto.
Breve paréntesis para taparme mejor con las sábanas de la cama.
Sus cuerpos desnudos yacían en la playa. Las olas de sus párpados barrían con los cuerpos de ellos. Yo los veía a cierta distancia, claro, por seguridad, verse pudrir poco a poco; en ratos con zeta de caza, en ratos con ye de morir. Y los cuerpos bailaban con la marea, y rodaban, y caían, y tiritaban siempre ellos: Siempre sonriendo tan pútrida, escalofriantemente, diciéndome –Ve, mira lo que me hiciste hacer. A que no sabías que puedo mover así yo el brazo.- Y sus lenguas pasaban rosándome la planta del pié; de un pié, creo.
La mano devora a la otra mano; deglute sus dedos y sus obras, y sus cayos. Esa mano paladea la otra, y se come ella todo lo que ha hecho. Saboreo lo que no sé, lo que nunca he probado y me imagino a qué sabrá. Yo ya ni sé, qué sé yo sobre saber. Me han preguntado esto y aquello: Aquello no pude contestarlo, pero creo acordarme que de esto sí dije dos, tres cosas.
Y a la mano no le importa lo que se le ponga en frente, no le interesa lo que haya o no haya, lo prueba todo igual y lo digiere sin tentarse el corazón. –Qué pena –pienso –que el sudor sea tan frío justo cuando pega más fuerte el sol. – La mano que habíame alcanzado la pierna ahora la siento subir por mi rodilla, y siendo su aspereza en la yema de los dedos que poco a poco, sin preguntarme si quiera, va por mí; viene por mí, a llevarme, estoy seguro, pero no sé a dónde pueda ser, todavía. Es frío, ¿te acuerdas? ¿Sí? Frío como la acera, frío frío como la vez aquella en que te dijeran que ella ya se había ido, y podías, si quieres, ir a verla ya ida sin saber cómo decirle adiós.
Sí, la sábana está algo dura, algo estática, algo inamovible en una cama que se mueve siempre y que yo, que estoy ahí dormitando despierto, recorro de esquina a esquina en un proceso ávido de centrifugado centrípeto. Me cosquillea aquello ahora por las costillas, y cierro los ojos pensando si busca, con suerte, sólo mi redención inmediata. –Perdón, -le digo – Perdón por todo lo que sé que sabes que pensaba hacer en cuanto dejaras de mirarme tan fijo y tornasol: Un poco de tele, un vino, un cigarro que tú sabes que nunca he fumado (no mientras tú todavía estabas,no); lo que tú quieras, tú dime qué quieres que diga y lo digo, pero ya no te acerques tanto, ya no te apropies tanto de lo que fui, de lo que era, de lo que estoy siendo en estos momentos con toda certeza desertada.
Paso tras paso, traspaso todo lo que nunca creí permisible en todos mis años de anarquía metafísica e inconstitucionalidad: La barda, la cama, la ventana, la nube de arriba de mi departamento, las hormigas, las llamas, los ojos de la gente que anda de noche, tranquilamente, paseando por la ciudad. Los miro horrorizado no mirarme horrorizado, y siento gritarles que me vean, que me agarren antes de que llegue La mano y lo haga por ellos, y lo haga por mí para siempre.
Entre el tumulto, mi agitación y su sorna, la mano me veía fijamente desde alguna de sus uñas, y dijo -¿Dónde estás ahora, para mí, dónde estuviste? ¿Dónde quedó el tiempo que habías guardado para mí, para conocerme, y que ya no usaste? ¿En qué gastaste mi vida, en vez de gastarla conmigo? ¡Mi nombre es Elvira, mi nombre es Manuel, mi nombre es Francisco, y por poco, hace un año, estuve a punto de llamarme Isaac, también! ¡Tú me conoces! ¡Tú sabes quién soy, dónde he estado gran parte del tiempo! Dime, ahora que estoy tan solo: ¡Dime, pues, poesía! ¿Dónde estoy ahora que ya no me encuentro?
Me levanté, jadeando, a eso de las 3 de la mañana; de mi sensibilidad parido.
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[i] Desiguales, digo, porque uno era castaño y el otro moreno. ¿Sí me explico? Uno azul castaño, el otro turquesa moreno: Como en Brasil.