De novo

Parto de mi sensibilidad. Tres gotas caían sobre mi mano, cuatro resbalaban por los costados de mi brazo, hasta el codo, y regresaban al techo. Octubre flotaba fuera de mis pestañas, y yo al estirarme, alcanzaba sólo un viejo pedazo remendado de enero. En esas manos torpes, cansadas, fachosas podía ver escurrir cada grano, como reloj, en las ranuras que quedaban al cerrar mis dedos. El silencio, ahora sí, era el ruido más filoso. Los colibríes viraban en torno a sí, pero siempre, sin falta, revoloteando a conciencia donde fuera que yo pusiera mis oídos: a veces en la mesa de la sala, a veces bajo el escritorio saturado en que escribo; no les miento, una vez, incluso, abajo del agua tostada que manaba del ombligo de un hombre grisáceo y sonriente que tiritaba sus últimas lágrimas a la mar.


Estar dormido es como estar despierto; justo así. Yo caminé por la acera de siempre, en la ruta de siempre, al autobús de siempre que me llevaba al refugio de siempre. Esta vez, pero, un anciano esperó al lado mío. De sus manos no caían peldaños; no rebosaba de granos que, por su propio peso, cayeran junto a las suelas de sus zapatos desiguales.[i] Su semblante era sabio, pero algo en su barba cuasi-extendida de oreja a oreja (nueva, empero, de no más de tres días) sugería, de alguna forma, en algún sentido arábico –estoy casi seguro—un sabor a inocencia exquisito; yo ya no me acuerdo a qué, pero si de memoria no peco y agravo, sería parecido a obleas nayaritas de las que ahora me duele acordarme. No me equivoco, este hombre no estaba tan inconvenientemente cansado. Lo miré a los ojos, y una fibra color tornasol me miraba a mí directo. Después de un corto, creo, silencio, esa fibrilla gritó:

¿Qué sabes tú de carnaza? Mírate, ahí, parado, sobando tu mentón como si supieras algo que sé bien que no sabes. Mírame aquí, enclaustrado, perenne, los albores del sueño no son tan lánguidos como tu torso. Puedo mirarte ahí, quieto, creyendo que lo sabes todo porque pones dos o tres verdades en letras y les das un estilo. Quisiera verte brincar como yo lo hago; ¡quisiera verte pensar en los velos que se han colgado, que yo mismo he colgado, en cada casa de cada amigo que se ha marchado a vivir a otro lado! Eres precoz, se te nota en las caras que pones cuando crees que escribes, y todavía peor, vas por ahí diciéndole a todos que eres, descaradamente, un poeta autonombrado.

¿Qué sabes tú de lingotes? Porque yo alguna vez fui más viejo que tú; pero eso de la senectud ha héchome pésimo para las labores intransigentes. Cuando (digo cuando para que me entiendas, de éste lado de la banqueta ya eso no se usa desde hace tanto) mis vidrios dormían a la par conmigo, cuando los lápices confabulaban con las máquinas literográficas para explicarme entre mis noches de lo que trataba un pedazo de prosa escrita con huevos, y cuando eso de hacer poesía se hacía mucho más pariendo que con mostachos engalanados, en el ejido donde yo nací, allá por Pénjamo, Guanajuato, seis hojas caían cada septiembre, y la última quedaba pendiente sobre un naranjo del rancho.

¡¿Y qué sabes tú de cortejo?! Pelmazo. Yo me acuerdo de ti antes de que hubieras nacido, y solías contarme que si algún día crecías, sería sólo para acordarte de eso, de no haber nacido, desde otra perspectiva. Te moriste antes de darme tiempo de darme un respiro de tus poesías. Lo que quiero decir es que hay, en este momento, en el micro-patio de mi departamento, una especie de líquido grumoso y estático, esperando por que llegue yo a casa. Es espeso, amarillento, y a veces, cuando piensa que no estoy viendo, borbotea. Suele ser el único que me acompaña, entonces, en las madrugadas en que me hace falta sueño.

El anciano ese, en cambio, sólo sonrió en silencio. Sabía bien, a buen modo, que yo entendía lo que quería decirme su iris en todos los ecos que hizo sonar en mi cráneo. Enmudecí, me quedé no otra cosa más que callado, y el ceño fruncido que acostumbro cargarme tanto.


Breve paréntesis para taparme mejor con las sábanas de la cama.


Sus cuerpos desnudos yacían en la playa. Las olas de sus párpados barrían con los cuerpos de ellos. Yo los veía a cierta distancia, claro, por seguridad, verse pudrir poco a poco; en ratos con zeta de caza, en ratos con ye de morir. Y los cuerpos bailaban con la marea, y rodaban, y caían, y tiritaban siempre ellos: Siempre sonriendo tan pútrida, escalofriantemente, diciéndome –Ve, mira lo que me hiciste hacer. A que no sabías que puedo mover así yo el brazo.- Y sus lenguas pasaban rosándome la planta del pié; de un pié, creo.

La mano devora a la otra mano; deglute sus dedos y sus obras, y sus cayos. Esa mano paladea la otra, y se come ella todo lo que ha hecho. Saboreo lo que no sé, lo que nunca he probado y me imagino a qué sabrá. Yo ya ni sé, qué sé yo sobre saber. Me han preguntado esto y aquello: Aquello no pude contestarlo, pero creo acordarme que de esto sí dije dos, tres cosas.

Y a la mano no le importa lo que se le ponga en frente, no le interesa lo que haya o no haya, lo prueba todo igual y lo digiere sin tentarse el corazón. –Qué pena –pienso –que el sudor sea tan frío justo cuando pega más fuerte el sol. – La mano que habíame alcanzado la pierna ahora la siento subir por mi rodilla, y siendo su aspereza en la yema de los dedos que poco a poco, sin preguntarme si quiera, va por mí; viene por mí, a llevarme, estoy seguro, pero no sé a dónde pueda ser, todavía. Es frío, ¿te acuerdas? ¿Sí? Frío como la acera, frío frío como la vez aquella en que te dijeran que ella ya se había ido, y podías, si quieres, ir a verla ya ida sin saber cómo decirle adiós.

Sí, la sábana está algo dura, algo estática, algo inamovible en una cama que se mueve siempre y que yo, que estoy ahí dormitando despierto, recorro de esquina a esquina en un proceso ávido de centrifugado centrípeto. Me cosquillea aquello ahora por las costillas, y cierro los ojos pensando si busca, con suerte, sólo mi redención inmediata. –Perdón, -le digo – Perdón por todo lo que sé que sabes que pensaba hacer en cuanto dejaras de mirarme tan fijo y tornasol: Un poco de tele, un vino, un cigarro que tú sabes que nunca he fumado (no mientras tú todavía estabas,no); lo que tú quieras, tú dime qué quieres que diga y lo digo, pero ya no te acerques tanto, ya no te apropies tanto de lo que fui, de lo que era, de lo que estoy siendo en estos momentos con toda certeza desertada.

Paso tras paso, traspaso todo lo que nunca creí permisible en todos mis años de anarquía metafísica e inconstitucionalidad: La barda, la cama, la ventana, la nube de arriba de mi departamento, las hormigas, las llamas, los ojos de la gente que anda de noche, tranquilamente, paseando por la ciudad. Los miro horrorizado no mirarme horrorizado, y siento gritarles que me vean, que me agarren antes de que llegue La mano y lo haga por ellos, y lo haga por mí para siempre.

Entre el tumulto, mi agitación y su sorna, la mano me veía fijamente desde alguna de sus uñas, y dijo -¿Dónde estás ahora, para mí, dónde estuviste? ¿Dónde quedó el tiempo que habías guardado para mí, para conocerme, y que ya no usaste? ¿En qué gastaste mi vida, en vez de gastarla conmigo? ¡Mi nombre es Elvira, mi nombre es Manuel, mi nombre es Francisco, y por poco, hace un año, estuve a punto de llamarme Isaac, también! ¡Tú me conoces! ¡Tú sabes quién soy, dónde he estado gran parte del tiempo! Dime, ahora que estoy tan solo: ¡Dime, pues, poesía! ¿Dónde estoy ahora que ya no me encuentro?

Me levanté, jadeando, a eso de las 3 de la mañana; de mi sensibilidad parido.


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[i] Desiguales, digo, porque uno era castaño y el otro moreno. ¿Sí me explico? Uno azul castaño, el otro turquesa moreno: Como en Brasil.

Eres hermosa

No sé cómo decirte esto: Eres hermosa.

Pero lo pienso, y llego hasta verte traslucida en ti misma, y veo dos tú que son hermosas, como sé de ti que eres hermosa. No, no sé cómo decirte esto, pero es más real de lo que puedo comenzar a intentar pensar en poder platicarte. Se ve en tus ojos, porque hay un lago hondo, un mar azul turquesa, y creo que también está escondida la tumba que me hicieron hace dos mil quinientos años. No sabes qué hermosa eres.

Póngome yo a pensar, y suelen salirte los labios de la colcha de mi cama. Son suaves, tus labios, debe ser porque eres hermosa. ¿Cómo le haces para decirte eso, que tus labios son dos fieras, son dos piedras que me embonan, y me abrasan las rodillas? Yo no sé ni cómo le hacen, ellos, para correr despavoridos. Yo en tus labios sé y varía, seguido, lo que sé en tus labios. Pero son carnosos, y tú sí, indudablemente, eres muy hermosa.

Yo empiezo a quedarme dormido; el vestido es una paja, un estropajo, y también un montón de cucarachas. Tus párpados como dos grandes mantos en marea baja, se deslizan sobre mí, y comienzo a pensar que estoy naciendo, porque, seguramente, es que eres así de hermosa. Cuando son números simples no comprendo, porque tu belleza es básica, y te tengo cimentada sobre mí.

Ya me quedé dormido, pero qué hermosa eres.

Discurso de Graduación: Prepa Tec Campus Colima

De principios y fines

Discurso de graduación;
a toda mi generación, y a cada segundo de estos tres años.
(16/03/11)

“No conozco a la mitad de ustedes la mitad de lo que quisiera, y lo que yo quisiera no es ni la mitad de lo que la mitad de ustedes merece.” John Ronald Reuel Tolkien

Hace más o menos tres años, en el preámbulo de graduación de la secundaria, el último día de clases, estuvimos en un cuarto cerrado; como este. Entonces, la dinámica fue hablar sobre lo que sentíamos, cerrar conflictos con nuestros compañeros, y salir en paz. Isaac habló, me acuerdo bien, y citó a Alberto Escobar con la canción “Coincidir”. Dijo, “Tantos siglos, tantos mundos, tanto espacio… y coincidir”, que había sido un placer coincidir con nosotros en este instante de la vida, y muchas gracias por todas las experiencias.

Bueno, no puedo sino concordar con Isaac de hace tres años; ha sido un placer cada experiencia que he vivido desde entonces hasta aquí, y ha sido un placer cada persona que ha estado en cada una (aún si fue muy adyacente). Por eso: muchas gracias. Sin embargo, ni Isaac, ni nadie aquí presente, me dejará mentirles, y si algo hemos aprendido a lo largo de la prepa, es que coincidencias no hay. Cada uno de ustedes, cada uno de los que estamos parados en esta habitación, está aquí como producto de todo lo que ha hecho en la vida; no podría ser de otra forma, no existe otra forma, no es un azar del destino que cada uno de nosotros llegásemos a la habitación. Estamos aquí por una razón muy lejos de incidental, y no podría importarme menos cuál es. El universo es una máquina de engranes, y cada decisión que hemos tomado en nuestra vida (sobre todo las minúsculas) nos han traído hasta este lugar. Y estoy feliz de verlos a la cara, verlos verme aquí, frente a ustedes, y saber que en la vida, he tomado todas las decisiones correctas: Ninguna otra me tendría aquí.

Las cosas pequeñas, ¿acaso hay algo más grande que eso?

La graduación será hiel y miel para todos nosotros, en las diferentes medidas que nos permitimos. Dejando a un lado partidos, creo que, sea cual sea la postura de cada uno, sí debe ser, primeramente, un momento de gratitud. Así como estoy y estuve, y estoy y estuve para que se lleven un poco de mí con ustedes, justo así están y estuvieron; y por eso mismo yo me llevo un poco de ustedes a donde voy. Somos canales de experiencias y conocimientos, y cuando hablo contigo, experimento en ti todo lo que has experimentado en todos. Nos siento cuando siento a uno de nosotros: somos humanidad en conciencia colectiva. Por eso, en toda la interacción de los últimos tres años, generación, les he aprendido más a ustedes que a todos los libros de texto desde mi educación primaria. A esos les aprendo conocimiento; a ustedes les aprendo vida. Por eso, también, gracias.

Sé que somos muchos los agobiados por las elecciones que tenemos que tomar ahora, comenzando por aquí, firma de diplomas, acto simbólico del principio del fin. Salir de nuestra zona de confort. Carreras, profesiones, escogerte una vida que se acomode a ti, o acomodarte a una vida que te convenga escogerte. Algunos estamos seguros, otros estamos perdidos, otros estuvimos seguros, y ahora estamos perdidos en nuestra seguridad. Sí, vienen elecciones, pero déjenme decirles que la elección que tanto nos agobia es, en realidad, más importante, y a la vez, más insignificante de lo que nos imaginamos.

Cierto, es importante ser cautelosos con lo que haremos al salir de esta puerta; cautelosos al salir de manera definitiva de la reja rojiza donde la caseta de policía. Es importante escoger con sabiduría (bueno, con introspección) qué vamos a estudiar, qué vamos a hacer si no vamos a estudiar, qué queremos (qué queremos tener, y ser). La importancia está, sin embargo, en elegir el curso de un destino inevitable. Despreocúpense, en serio, sobre si lo que decidan hoy, o alguno de estos días, va a definirlos a ustedes el resto de sus vidas. No. No lo hará. Desde la opinión de un servidor que, a falta de experiencia, tiene mucha fe: no lo hará. Al final, serás quien eres. Serán quien son. Es una realidad que un enorme sector de los egresados de las carreras no se dedica a lo que estudió, de todas formas. Tu elección no es tu sentencia. De una manera u otra, al final, sí: serás quien siempre fuiste. La elección que tomarás es, sin embargo, cómo llegar a ese lugar al que llegarás de todas formas. Mi consejo es: escojan el más placentero.

Sólo, ¡por favor!, no escojan por títulos. Quiero tocar brevemente este tema porque es en serio, un ingeniero no es mejor que un licenciado; un licenciado no es mejor que un ingeniero; no están peleados. El mérito es estudiar, lo que estudies es irrelevante. Serás mejor, porque eres mejor persona. Un título no te hace nadie; no, es más: un título te hace nadie. Y si quieres ser alguien en la vida, te recomendaré que seas grande en todo lo que ves pequeño. La única forma de ser un gran ingeniero será ayudando a recoger los papeles que se le cayeron a tu empleado; la única forma de ser un gran licenciado será mirando a los ojos al subordinado que le estrechas la mano. La grandeza será sólo personal; el título no importa. ¿Quieren ser grandes? Séanlo de corazón; o no lo sean nunca.

Y si después de graduarnos tengo la desdicha de no cruzarme otra vez con alguno de los que está escuchándome en este mismo instante; quiero darles un consejo de vida. Un consejo de vida de alguien que apenas ha vivido dieciocho años, pero, reitero, compensa con fe lo que le falta en experiencia. Mi consejo es: En la vida, bajo cualquier circunstancia, pase lo que pase, de manera inevitable, sin pausas, sin descansos, sin excepciones, con sinceridad, amen. Amen al que está sentado junto a ustedes, amen al que van a ver pasar dos segundos y jamás volverán a saber de él, amen a quien es todos siendo nadie. Amen a sus padres, amen a sus compañeros, amen a su planeta. Amen a sus superiores y a sus subordinados, amen a sus semejantes y a sus diferentes, amen al bienhechor y al malhechor, amen a sus parejas, amen a sus hijos, ámense ustedes. En la vida, sólo amen. Amen sin reproche, desaten su corazón, jamás se midan en lo que brindan de amor. Amen y serán ricos. Amen y serán felices. Amen y serán dioses.

Si aman, tendrán la respuesta a todas las preguntas que se harán alguna vez en la vida; bueno, a las que importan, y se darán cuenta de cuáles nunca tuvieron sentido haberlas preguntado. Creo con intensidad que el amor es la respuesta a todas las plegarias de todas las personas de todo el mundo. Amar es vivir en armonía como sólo se ha imaginado. Amar es ser feliz, y hacer feliz. Amar es una decisión: ¡Decidan amar! Porque el amor es el factor determinante, es la diferencia que hace falta para vivir de manera digna en este mundo. El amor es ese algo que nunca parecemos descifrar que falta. El amor es el sabor, pero el buen sabor. El amor será lo que te dará todo; no tu título, no tu capital, no tu currículum: tu amor. El amor los hará libres.

Si cuando salgan de aquí, todos ustedes aman; acabo de cambiar al mundo.

Muchas gracias.

Improvisación sobre el beso

El poeta sabe, afirma que sabe. Un poema no vacila, no piensa que podría ser; dice cómo son las cosas. Y por eso yo soy Dios. Y también podrías serlo tú.

Intrínseco amanecer bajo la sábana blanca del octavo escalón de la escalera que desconozco. Beso. El labio se acerca al otro labio, hubo un roce perdido, censurado por mi párpado inconveniente. Cuando miré, ya estaban hechos, los dos. Yo no supe, no vi, no alcancé a aprehender sus caricias. Vi, y cuando vi ellos se habían besado, estaban besándose, y fue hermoso. El labio de él alcanzaba al labio suyo, ella se dejaba atrapar. Tres dedos suyos prensaban la nuca de él, él la tenía de la cintura. Mi voz quedó atrapada en el embotellamiento de la garganta –siempre, acostumbrado, desde las 6 de la mañana. Las pestañas de él, no sé si eran de ella. Desconocí por completo el límite, allá, lejos donde estaban los dos; indistinguí el inicio de uno. En mi iris parados –yo sin comprender, por supuesto- estaba Dios risueño.

Zigzagueó, mientras, aquello, por la convexa confección de mi glóbulo ocular, se asomó, y dio un brinco fuera. Yo no quise, no me entró en gana prestarle atención. Y bajó por la mejilla mía mientras los miraba. Andaba riéndose, creo haberlo oído, al escabullirse hacia abajo. Pude haberlo seguido fácilmente, a pie, sobre mi superficie. Pero cómo prestarle atención a su óvalo acuoso, cuando en mi aliento no salía logos exacto para explicar aquel beso –ni para explicar un beso, apenas sé qué es eso. Sobre la tierra había un pedregal tormentoso, el fugitivo sí que pudo percibir incauto el pasar de las asperezas enclaustradas. Entendía que habría un término, que andaría de vago por no más de diez segundos. Después se descompondría, irremediablemente. Y su cuerpo desmenuzado regaría el suelo donde estaría yo sentado: contemplativo.

Mi boca estaba abierta. Aquel beso todavía me perturba; si está ello yo no tengo poder cognoscitivo. Retumbaría todavía en los balcones tallados dentro de mi cráneo, cada vez más fuerte, el tacto de uno y otro, y esa divinidad que me falta tanto por ser capaz de concebir en palabra propia. Surgía un ethnos divergente de todos sus labios. La sombra salía por entre los pequeños pozos que vengo cargando, y en lugar de eso estaba la Luz. En el momento vago en que leí sobre el relámpago, tal vez brilló un chispazo de conciencia dentro mío, entre la cóncava materia dentro del hueco frontal. Las crías del beso salían disparadas, disipadas con toda facilidad hacia los rincones más recónditos del infinito. El Universo estaba plagado ahora de ellos dos, o más seguramente, de algo que ninguno de los dos había sido nunca, antes del tacto súbito.

Viéndolos, me percaté de mí mismo; de que había sido, hasta ahora, demasiado endemoniadamente hermético. Sentía un hedor brotarme de las manos. Me repugné de descubrirme tan medido, tan atado del cuello a algún árbol o una piedra grande en el jardín de mi prosa destilada. Entre la asfixia del collar y el espanto disgustado, me subieron hasta la garganta unas ganas de escupir por todos lados un pedazo bueno de poesía improvisada. Fue viéndolos, arrebatarse uno a otro el aliento compartido. Fue viéndolos amarse, y verse, y descubrirse entre olas grandes y pozos profundos, que desbaraté todos los trozos de aquella escalera disyuntiva.

Vi una grande conglomeración de objetos ininteligibles, y ahí entre toda la masa de cosas que desconozco, distinguí un rostro intercalado. No sé a ciencia cierta dónde, pero sé que estaba; ahí en algún lugar donde la Luz sí toca aunque los ojos no me alcancen para atraparla –como cuando quiero escribir y sé que hubo poesía, aunque se me haya quedado la hoja bien en blanco. Sólo una vez abrazado del instante dadivo, sólo entonces pude reconocer que dentro de mí algo se movía; no como se ha dicho muchas veces, pero que realmente, diferente al movimiento cósmico y estelar, había un algo que no sabía que de verdad se movía. Fuera de toda pretensión: Luz. Entra por mis dedos, ¡iba a entrar hasta por debajo de mis uñas! Y por el ombligo. Por donde hubiera una entrada, por los poros de mis costados, y de mis muslos rancios, y de la parte trasera de mi cuello entorpecido. Hasta que comprendiera, de una vez por todas, que hay un fin en la potencia divina que paseaba recostada adentro de mí; mucho más adentro de lo que jamás me había atrevido a imaginarme –después, todavía, de las vísceras y de la sombra.

Como la lágrima, sentí descomponerme en el empedrado. Un rasgueo apasionado de guitarras españolas fue escribiendo sobre mí la poesía que ya no me sabía, que ya se me había olvidado. Quise descubrir la fórmula de un buen poema: Los buenos poemas iban a descubrirme adentro de los labios de ella (o los labios de ella iban a descubrirme dentro de un buen poema). A lo mejor un poeta no es poeta, sin el rigor divino de un labio femenino que nos pula las asperezas de los versos que uno escribe. Tal vez. Quizás, después de dos, de tres rasgueos de las guitarras, sí descubriera los milagros que había detrás del beso ese -que es eso. ¿Qué es eso?

Beso; lo ello: Y fui parido por mí mismo.

Decir que un científico juega a ser Dios, es sugerir, en primera instancia, que Dios está hecho a base de carbón. No, no lo está. La Luz pudo haberme penetrado los rincones de la pupila, pero no me habría dejado nunca, ni un poco, el sabor carbonizado. Pude haberme dado cuenta antes, pero no quise, que esa Luz de la que hablaba, estaba ahí, en él y en ella; y después, cuando entendiera más las cosas, que también estaba en mí.

Ocaso de las 5:50


Océano-contemplativa mirada que atraviesa una única gota intermitente en el patio frontal. Horizonte-contemplativa en versos de canción poética del artista contemporáneo sonorizado. Trasfondo caótico-inquisitivo del rasgueo de una pluma de tinta transparente que se embarca a través de una hoja casi en blanco.

Mirada a gota, gota a rasgueo, rasgueo a prosa, prosa a sueño. Sueño a despertar lírico-espiral.



Él miró por la ventana. Manos enfundadas en los bolsillos, atravesaba el cristal de la ventana del séptimo piso del bloque de departamentos del sur de la Metrópoli. Atrás de sí, sobre el escritorio madérico, reposaban sin aire, exhaustas y enloquecidas, las hojas de papel sobre las que recién había escrito su último poema. Regio, las había penetrado repetidas interminables veces con su estilógrafo. Sudaban poesía, la exhalaban mientras deseaban recuperar el aire que les robó de la boca en besos apasionados. Sonriente y satisfecho repasaba con la memoria la compenetración de los pezones de su poema y su boca tíntica-territorial. Se supo poeta; porque así como hacer el amor es un arte, el arte es hacer el amor.

Entonces, click. Cruzada la tercera línea meridional.

Perezoso, regresó a su silla acolchada. Se sentía cansado. La pesadez resultaba, irónico, demasiado pesada para llevarla de sombrero. Se rascó la nuca. Contempló de nuevo sus hojas: ya recuperaban el aliento y lo miraban sensuales; él las encontró tristes. Ahora, su pluma: dispuesta, esperaba a su mano derecha, todavía media llena de tinta. También se veía cansada. Suspiró. Se rascó la nuca otra vez, y repasó su escritorio con la mirada. Algunos folders, allá en la esquina, estaban desaliñados (seguro llevaban varios días sin darse un baño). El vaso de plástico estaba vacío, tirado por allí, deprimido. Otras hojas, algunas garabateadas, se sentían pícaras; eran nada menos que desagradables. Una, incluso, estaba gorda. Resopló. Recorrió otra vez el escritorio con la mirada, y todo seguía exactamente igual. Tercer rascada en la nuca. El ocaso entraba a la habitación a través de las persianas, y esta se veía sepia. Abrió el primer cajón del lado izquierdo, sacó un cigarro de apatía y lo fumó.

No tenía inspiración para otra ronda de sexo desenfrenado con el estupor de su poesía. Cinco bocanadas y una tos corta y seca después, sus párpados le comenzaron a pesar. Sonrió ligeramente ante el hecho de acordarse que acababa de sonreír satisfecho. Las arrugas en su cara se hicieron notar un poco más con la luz de la apatía quemada en la punta del cigarrillo. Hacía tiempo que no fumaba. Sintió la boca ligeramente seca, pero el vaso de plástico seguía ahí, ocioso y vacío. Juntó las suficientes energías para alzar el brazo hasta donde el bolígrafo y tomarlo entre sus dedos. Lo sintió pesado, un poco. Garabateó algo en la hoja más próxima, con muy pocas ganas. Cursiva: algo sobre soles, o la vida, no sé; terminaba con una espiral. Luego dejó caer la pluma. Mientras tanto, sobre sí, en la superficie de la lámpara del techo, El ojo abrió su gran párpado.

¿No es demasiado temprano para ser tan tarde? Él sabía que El ojo no venía sólo de visita. Cuando su enorme pupila se fijó sobre él, los músculos de las manos se le tensionaron, dejando caer el cigarro sobre el escritorio. Antes de tocar madera firme se descompuso, y el humo apático salió flotando por la ventana entreabierta a contra esquina de la habitación. Pasó saliva. Intentó ser inaudible, pero El ojo lo miraría perenne, firme y fijo. El silencio que acostumbra llenar los espacios vacíos entre las conversaciones duró ahora apenas una fracción de segundo, pero fue bastante para que la mano izquierda comenzase a temblar en la espera de una respuesta más reconfortante. No fue así. Finalmente, El ojo le dijo que no.



Breve descripción del tercer cuadro, de izquierda a derecha, colgado en el pasillo principal de La casa azul: Es óleo. Muestra una escena de una cena familiar en la terraza de una cabaña anaranjada. Pinos alrededor, y al fondo, un volcán nevado. Tres o cuatro bebés mugrosos gatean por el piso, bien empolvado, y uno juega con un cuchillo de cocina. Todos a los pies entaconados de sus madres: señoras muy arregladas, con abrigos frondosos y vestidos finos casuales, que sonríen y cuchichean lo que será muy probablemente el chisme vanguardista sobre la hermana dentro de la cabaña; a su vez que acarician y consienten, respectivamente en sus manos, a chihuahuas, schnauzers, y french poodles bien engalanados en suéteres bordados.



Seis golpeteos en la ventana del departamento, y uno último más sutil y sencillo; luego silencio. Era el asomo de una lluviecilla inoportuna que se había adelantado unos cuantos minutos, pero rectificó. Él titubeó. Preguntaría, si hubiera algo oportuno por preguntar. Como no lo había, o no se le ocurrió en el momento preciso, mejor calló. Sus hombros comenzaban a rendir cuentas de los años, por primera vez, y su espalda le sugería recostarse por vez última antes de partir. No había tiempo para tales caprichos, y esperó que El ojo hablara de nuevo. Por un momento, pensó en casa. Donde fuesen su cuna el jardín de mamá, y jugar con el perro del vecino el ocio más productivo que llegó a producir jamás, la nostalgia tenía la infortunada costumbre de recordarle que ya no volvería. Lo hizo de nuevo. Antes de adentrarse más en las faldas de su madre, ya ida hace tanto tiempo, El ojo interrumpió. ¿Dónde dejaste a María?

Ella, desde luego, no era de dejarse en algún lugar. No era como si pudiera; aunque ganas no faltaron nunca. A veces se la guardaba en el bolsillo del corazón, y a veces la metía en el portafolio del trabajo (tenía su lugar reservado entre las crónicas de su niñez tardía y un cuentito de un marionetista que no conseguía que el títere tomara un vaso de agua). La llevaba consigo a todos lados, hasta las ocasiones raras en que atendía a misa y ni él sabía por qué. Nunca, ni una sola vez, tuvo la saludable desgracia de olvidarla en casa. Intentaba olvidar que la traía, de vez en cuando, si se sentía valiente; entre conversaciones con desconocidos y cafés espontáneos en tardes esporádicas. En mayo, de preferencia. No, sin embargo, tuvo resultados verdaderamente satisfactorios. No en un sólo intento; no nunca.

Aquí la traigo le dijo al El ojo pero bien guardada. Seguramente en el cajón de allá. Esperaba consumirla antes de que llegaras, pero se me perdió hace unos años en un viaje que tuve a Madrid. Cerró los párpados. Quiso sonar desamparado, pero la honestidad, la que es honestidad en serio, rara vez nos da lujos para la dramatización. Ni siquiera en éste caso. Lo cierto es que no estaba, por más que la trajera siempre, y la añoranza de las cosas perdidas convergía con el hecho irrevocable de que la extrañaba. El hecho es que María no estaba. No más. Un aire hondo y frío le llenó el pecho, y entonces suspiró. Fui un imbécil.

Su mirada, la mirada de María, era reproche; aún en recuerdo. Como memoria, como memoria presente imperturbable, sus pupilas tatuaban reproche en su conciencia. No consciente, no. Más como la mirada con la que se cargaba diario, ella, desde a-putas-saber-cuándo, pero que de un momento a otro no dejó de ver (no ni después de ella). Era olvido; era no reconocerse siglo, que después del cariño el mar terminaría enfriándole: los huesos, los corazones, las pupilas. Y María era reproche ocular, transparpádico. María era cariño descocido, de viento fúnebre congelado.

Por supuesto que la traía diario, en la ausencia. Como cuando metía la mano en su bolsillo, y había pelusa, monedas y hueco irreconfortante. Como el lienzo que a María se le olvidó en la casa, con una burda capa de blanco, donde nunca se dio tiempo para pintarle algo; un paisaje, si quiera. Como espacio sin aire. Y El ojo no repararía en recordarse a sí mismo que faltaba. De último, pagaba el consumo de un buffet que no supo aprovechar. Calaba. El reproche de sus ojos era su falta, donde no podría mirarlos decirle que hizo mal, que no verlos era saber que ya no estaba. Ahora sólo estaban él; él y El ojo.

¿Y te arrepientes? El ojo inquiría terriblemente fijo. A él la boca le sabía cada vez más seca. La mirada de El ojo le penetraba la coronilla, y su juicio sabía pesado: a cargar con los años que evitó nombrar en conciencia, que procuró nunca sacar de la cajita de madera que había cerrado con una llave de agua letrada. Era preguntarse lo que siempre supo. Más calaba. Pretendía perderse de La casa. Retomó la pluma, e hizo tres círculos de aire. Entonces jaló una hoja, la que fuera, la oportuna. Se reclinó a escribir. La casa azul venía. Los párpados le pesaron más. María no estaba. El ojo seguía la introspección tardía, fría, sagaz. Recordó. Las memorias de las que venía huyendo lo alcanzaron por fin. Nostalgia. Su mano se volvió lenta, más lenta que nunca. Apretó los ojos cerrados. Aceptó lo cierto, lo innegable, lo verdadero. Cada día.



“El ojo me miró fijo. Fijo. El ojo me siguió fijo. El ojo me desnudó fijo la ropa, la carne, la fuente. El ojo me penetró. Fijo, fijo, el ojo me masturbó el labio inferior. Su mirada, de El ojo, me sacudió fijo. La dignidad me perfiló el muslo izquierdo, pues El ojo fijo me bebía la menstruación umbilical.
Yo, ambiguo; él, fijo.”



Agua floja, encharcada en el patio trasero de La casa azul. Una hoja flota, el viento le sopla a través del charco, y sigue siendo hoja. Un insecto muerto es diseccionado por el cuchillo temporal, y los colmillos le perforan el exoesqueleto con toda paciencia. La ortografía mojada del charco lo envolvió, y el cadáver fue inmortalizado en Lo efímero.

En La casa azul se abrió una puerta; lento.

Prólogo

Sístole y diástole;
exhala.
Beso bohemio
en labio francés.
Pestañeo,
sobriedad adúltera,
alucinación.
Repetición subsecuente.

La reliquia de la vida
es la poesía
de un beso empedernido.
El amor de tinta
ahora es de pixeles.
Haz el amor con tu arte,
y el arte con tu amor.

Furor,
fulgor,
finura.
L'amour c'est tout.
(Tout c'est toi!)

Oblícuo contenedor,
ambíguo,
tentativo.
¡Vértigo en la espina dorsal!

Y sístole y diástole.