Océano-contemplativa mirada que atraviesa una única gota intermitente en el patio frontal. Horizonte-contemplativa en versos de canción poética del artista contemporáneo sonorizado. Trasfondo caótico-inquisitivo del rasgueo de una pluma de tinta transparente que se embarca a través de una hoja casi en blanco.
Mirada a gota, gota a rasgueo, rasgueo a prosa, prosa a sueño. Sueño a despertar lírico-espiral.
Él miró por la ventana. Manos enfundadas en los bolsillos, atravesaba el cristal de la ventana del séptimo piso del bloque de departamentos del sur de la Metrópoli. Atrás de sí, sobre el escritorio madérico, reposaban sin aire, exhaustas y enloquecidas, las hojas de papel sobre las que recién había escrito su último poema. Regio, las había penetrado repetidas interminables veces con su estilógrafo. Sudaban poesía, la exhalaban mientras deseaban recuperar el aire que les robó de la boca en besos apasionados. Sonriente y satisfecho repasaba con la memoria la compenetración de los pezones de su poema y su boca tíntica-territorial. Se supo poeta; porque así como hacer el amor es un arte, el arte es hacer el amor.
Entonces, click. Cruzada la tercera línea meridional.
Perezoso, regresó a su silla acolchada. Se sentía cansado. La pesadez resultaba, irónico, demasiado pesada para llevarla de sombrero. Se rascó la nuca. Contempló de nuevo sus hojas: ya recuperaban el aliento y lo miraban sensuales; él las encontró tristes. Ahora, su pluma: dispuesta, esperaba a su mano derecha, todavía media llena de tinta. También se veía cansada. Suspiró. Se rascó la nuca otra vez, y repasó su escritorio con la mirada. Algunos folders, allá en la esquina, estaban desaliñados (seguro llevaban varios días sin darse un baño). El vaso de plástico estaba vacío, tirado por allí, deprimido. Otras hojas, algunas garabateadas, se sentían pícaras; eran nada menos que desagradables. Una, incluso, estaba gorda. Resopló. Recorrió otra vez el escritorio con la mirada, y todo seguía exactamente igual. Tercer rascada en la nuca. El ocaso entraba a la habitación a través de las persianas, y esta se veía sepia. Abrió el primer cajón del lado izquierdo, sacó un cigarro de apatía y lo fumó.
No tenía inspiración para otra ronda de sexo desenfrenado con el estupor de su poesía. Cinco bocanadas y una tos corta y seca después, sus párpados le comenzaron a pesar. Sonrió ligeramente ante el hecho de acordarse que acababa de sonreír satisfecho. Las arrugas en su cara se hicieron notar un poco más con la luz de la apatía quemada en la punta del cigarrillo. Hacía tiempo que no fumaba. Sintió la boca ligeramente seca, pero el vaso de plástico seguía ahí, ocioso y vacío. Juntó las suficientes energías para alzar el brazo hasta donde el bolígrafo y tomarlo entre sus dedos. Lo sintió pesado, un poco. Garabateó algo en la hoja más próxima, con muy pocas ganas. Cursiva: algo sobre soles, o la vida, no sé; terminaba con una espiral. Luego dejó caer la pluma. Mientras tanto, sobre sí, en la superficie de la lámpara del techo, El ojo abrió su gran párpado.
—¿No es demasiado temprano para ser tan tarde?— Él sabía que El ojo no venía sólo de visita. Cuando su enorme pupila se fijó sobre él, los músculos de las manos se le tensionaron, dejando caer el cigarro sobre el escritorio. Antes de tocar madera firme se descompuso, y el humo apático salió flotando por la ventana entreabierta a contra esquina de la habitación. Pasó saliva. Intentó ser inaudible, pero El ojo lo miraría perenne, firme y fijo. El silencio que acostumbra llenar los espacios vacíos entre las conversaciones duró ahora apenas una fracción de segundo, pero fue bastante para que la mano izquierda comenzase a temblar en la espera de una respuesta más reconfortante. No fue así. Finalmente, El ojo le dijo que no.
Breve descripción del tercer cuadro, de izquierda a derecha, colgado en el pasillo principal de La casa azul: Es óleo. Muestra una escena de una cena familiar en la terraza de una cabaña anaranjada. Pinos alrededor, y al fondo, un volcán nevado. Tres o cuatro bebés mugrosos gatean por el piso, bien empolvado, y uno juega con un cuchillo de cocina. Todos a los pies entaconados de sus madres: señoras muy arregladas, con abrigos frondosos y vestidos finos casuales, que sonríen y cuchichean lo que será muy probablemente el chisme vanguardista sobre la hermana dentro de la cabaña; a su vez que acarician y consienten, respectivamente en sus manos, a chihuahuas, schnauzers, y french poodles bien engalanados en suéteres bordados.
Seis golpeteos en la ventana del departamento, y uno último más sutil y sencillo; luego silencio. Era el asomo de una lluviecilla inoportuna que se había adelantado unos cuantos minutos, pero rectificó. Él titubeó. Preguntaría, si hubiera algo oportuno por preguntar. Como no lo había, o no se le ocurrió en el momento preciso, mejor calló. Sus hombros comenzaban a rendir cuentas de los años, por primera vez, y su espalda le sugería recostarse por vez última antes de partir. No había tiempo para tales caprichos, y esperó que El ojo hablara de nuevo. Por un momento, pensó en casa. Donde fuesen su cuna el jardín de mamá, y jugar con el perro del vecino el ocio más productivo que llegó a producir jamás, la nostalgia tenía la infortunada costumbre de recordarle que ya no volvería. Lo hizo de nuevo. Antes de adentrarse más en las faldas de su madre, ya ida hace tanto tiempo, El ojo interrumpió. —¿Dónde dejaste a María?
Ella, desde luego, no era de dejarse en algún lugar. No era como si pudiera; aunque ganas no faltaron nunca. A veces se la guardaba en el bolsillo del corazón, y a veces la metía en el portafolio del trabajo (tenía su lugar reservado entre las crónicas de su niñez tardía y un cuentito de un marionetista que no conseguía que el títere tomara un vaso de agua). La llevaba consigo a todos lados, hasta las ocasiones raras en que atendía a misa y ni él sabía por qué. Nunca, ni una sola vez, tuvo la saludable desgracia de olvidarla en casa. Intentaba olvidar que la traía, de vez en cuando, si se sentía valiente; entre conversaciones con desconocidos y cafés espontáneos en tardes esporádicas. En mayo, de preferencia. No, sin embargo, tuvo resultados verdaderamente satisfactorios. No en un sólo intento; no nunca.
—Aquí la traigo— le dijo al El ojo —pero bien guardada. Seguramente en el cajón de allá. Esperaba consumirla antes de que llegaras, pero se me perdió hace unos años en un viaje que tuve a Madrid.— Cerró los párpados. Quiso sonar desamparado, pero la honestidad, la que es honestidad en serio, rara vez nos da lujos para la dramatización. Ni siquiera en éste caso. Lo cierto es que no estaba, por más que la trajera siempre, y la añoranza de las cosas perdidas convergía con el hecho irrevocable de que la extrañaba. El hecho es que María no estaba. No más. Un aire hondo y frío le llenó el pecho, y entonces suspiró. —Fui un imbécil.
Su mirada, la mirada de María, era reproche; aún en recuerdo. Como memoria, como memoria presente imperturbable, sus pupilas tatuaban reproche en su conciencia. No consciente, no. Más como la mirada con la que se cargaba diario, ella, desde a-putas-saber-cuándo, pero que de un momento a otro no dejó de ver (no ni después de ella). Era olvido; era no reconocerse siglo, que después del cariño el mar terminaría enfriándole: los huesos, los corazones, las pupilas. Y María era reproche ocular, transparpádico. María era cariño descocido, de viento fúnebre congelado.
Por supuesto que la traía diario, en la ausencia. Como cuando metía la mano en su bolsillo, y había pelusa, monedas y hueco irreconfortante. Como el lienzo que a María se le olvidó en la casa, con una burda capa de blanco, donde nunca se dio tiempo para pintarle algo; un paisaje, si quiera. Como espacio sin aire. Y El ojo no repararía en recordarse a sí mismo que faltaba. De último, pagaba el consumo de un buffet que no supo aprovechar. Calaba. El reproche de sus ojos era su falta, donde no podría mirarlos decirle que hizo mal, que no verlos era saber que ya no estaba. Ahora sólo estaban él; él y El ojo.
—¿Y te arrepientes?— El ojo inquiría terriblemente fijo. A él la boca le sabía cada vez más seca. La mirada de El ojo le penetraba la coronilla, y su juicio sabía pesado: a cargar con los años que evitó nombrar en conciencia, que procuró nunca sacar de la cajita de madera que había cerrado con una llave de agua letrada. Era preguntarse lo que siempre supo. Más calaba. Pretendía perderse de La casa. Retomó la pluma, e hizo tres círculos de aire. Entonces jaló una hoja, la que fuera, la oportuna. Se reclinó a escribir. La casa azul venía. Los párpados le pesaron más. María no estaba. El ojo seguía la introspección tardía, fría, sagaz. Recordó. Las memorias de las que venía huyendo lo alcanzaron por fin. Nostalgia. Su mano se volvió lenta, más lenta que nunca. Apretó los ojos cerrados. Aceptó lo cierto, lo innegable, lo verdadero. —Cada día.
“El ojo me miró fijo. Fijo. El ojo me siguió fijo. El ojo me desnudó fijo la ropa, la carne, la fuente. El ojo me penetró. Fijo, fijo, el ojo me masturbó el labio inferior. Su mirada, de El ojo, me sacudió fijo. La dignidad me perfiló el muslo izquierdo, pues El ojo fijo me bebía la menstruación umbilical.
Mirada a gota, gota a rasgueo, rasgueo a prosa, prosa a sueño. Sueño a despertar lírico-espiral.
Él miró por la ventana. Manos enfundadas en los bolsillos, atravesaba el cristal de la ventana del séptimo piso del bloque de departamentos del sur de la Metrópoli. Atrás de sí, sobre el escritorio madérico, reposaban sin aire, exhaustas y enloquecidas, las hojas de papel sobre las que recién había escrito su último poema. Regio, las había penetrado repetidas interminables veces con su estilógrafo. Sudaban poesía, la exhalaban mientras deseaban recuperar el aire que les robó de la boca en besos apasionados. Sonriente y satisfecho repasaba con la memoria la compenetración de los pezones de su poema y su boca tíntica-territorial. Se supo poeta; porque así como hacer el amor es un arte, el arte es hacer el amor.
Entonces, click. Cruzada la tercera línea meridional.
Perezoso, regresó a su silla acolchada. Se sentía cansado. La pesadez resultaba, irónico, demasiado pesada para llevarla de sombrero. Se rascó la nuca. Contempló de nuevo sus hojas: ya recuperaban el aliento y lo miraban sensuales; él las encontró tristes. Ahora, su pluma: dispuesta, esperaba a su mano derecha, todavía media llena de tinta. También se veía cansada. Suspiró. Se rascó la nuca otra vez, y repasó su escritorio con la mirada. Algunos folders, allá en la esquina, estaban desaliñados (seguro llevaban varios días sin darse un baño). El vaso de plástico estaba vacío, tirado por allí, deprimido. Otras hojas, algunas garabateadas, se sentían pícaras; eran nada menos que desagradables. Una, incluso, estaba gorda. Resopló. Recorrió otra vez el escritorio con la mirada, y todo seguía exactamente igual. Tercer rascada en la nuca. El ocaso entraba a la habitación a través de las persianas, y esta se veía sepia. Abrió el primer cajón del lado izquierdo, sacó un cigarro de apatía y lo fumó.
No tenía inspiración para otra ronda de sexo desenfrenado con el estupor de su poesía. Cinco bocanadas y una tos corta y seca después, sus párpados le comenzaron a pesar. Sonrió ligeramente ante el hecho de acordarse que acababa de sonreír satisfecho. Las arrugas en su cara se hicieron notar un poco más con la luz de la apatía quemada en la punta del cigarrillo. Hacía tiempo que no fumaba. Sintió la boca ligeramente seca, pero el vaso de plástico seguía ahí, ocioso y vacío. Juntó las suficientes energías para alzar el brazo hasta donde el bolígrafo y tomarlo entre sus dedos. Lo sintió pesado, un poco. Garabateó algo en la hoja más próxima, con muy pocas ganas. Cursiva: algo sobre soles, o la vida, no sé; terminaba con una espiral. Luego dejó caer la pluma. Mientras tanto, sobre sí, en la superficie de la lámpara del techo, El ojo abrió su gran párpado.
—¿No es demasiado temprano para ser tan tarde?— Él sabía que El ojo no venía sólo de visita. Cuando su enorme pupila se fijó sobre él, los músculos de las manos se le tensionaron, dejando caer el cigarro sobre el escritorio. Antes de tocar madera firme se descompuso, y el humo apático salió flotando por la ventana entreabierta a contra esquina de la habitación. Pasó saliva. Intentó ser inaudible, pero El ojo lo miraría perenne, firme y fijo. El silencio que acostumbra llenar los espacios vacíos entre las conversaciones duró ahora apenas una fracción de segundo, pero fue bastante para que la mano izquierda comenzase a temblar en la espera de una respuesta más reconfortante. No fue así. Finalmente, El ojo le dijo que no.
Breve descripción del tercer cuadro, de izquierda a derecha, colgado en el pasillo principal de La casa azul: Es óleo. Muestra una escena de una cena familiar en la terraza de una cabaña anaranjada. Pinos alrededor, y al fondo, un volcán nevado. Tres o cuatro bebés mugrosos gatean por el piso, bien empolvado, y uno juega con un cuchillo de cocina. Todos a los pies entaconados de sus madres: señoras muy arregladas, con abrigos frondosos y vestidos finos casuales, que sonríen y cuchichean lo que será muy probablemente el chisme vanguardista sobre la hermana dentro de la cabaña; a su vez que acarician y consienten, respectivamente en sus manos, a chihuahuas, schnauzers, y french poodles bien engalanados en suéteres bordados.
Seis golpeteos en la ventana del departamento, y uno último más sutil y sencillo; luego silencio. Era el asomo de una lluviecilla inoportuna que se había adelantado unos cuantos minutos, pero rectificó. Él titubeó. Preguntaría, si hubiera algo oportuno por preguntar. Como no lo había, o no se le ocurrió en el momento preciso, mejor calló. Sus hombros comenzaban a rendir cuentas de los años, por primera vez, y su espalda le sugería recostarse por vez última antes de partir. No había tiempo para tales caprichos, y esperó que El ojo hablara de nuevo. Por un momento, pensó en casa. Donde fuesen su cuna el jardín de mamá, y jugar con el perro del vecino el ocio más productivo que llegó a producir jamás, la nostalgia tenía la infortunada costumbre de recordarle que ya no volvería. Lo hizo de nuevo. Antes de adentrarse más en las faldas de su madre, ya ida hace tanto tiempo, El ojo interrumpió. —¿Dónde dejaste a María?
Ella, desde luego, no era de dejarse en algún lugar. No era como si pudiera; aunque ganas no faltaron nunca. A veces se la guardaba en el bolsillo del corazón, y a veces la metía en el portafolio del trabajo (tenía su lugar reservado entre las crónicas de su niñez tardía y un cuentito de un marionetista que no conseguía que el títere tomara un vaso de agua). La llevaba consigo a todos lados, hasta las ocasiones raras en que atendía a misa y ni él sabía por qué. Nunca, ni una sola vez, tuvo la saludable desgracia de olvidarla en casa. Intentaba olvidar que la traía, de vez en cuando, si se sentía valiente; entre conversaciones con desconocidos y cafés espontáneos en tardes esporádicas. En mayo, de preferencia. No, sin embargo, tuvo resultados verdaderamente satisfactorios. No en un sólo intento; no nunca.
—Aquí la traigo— le dijo al El ojo —pero bien guardada. Seguramente en el cajón de allá. Esperaba consumirla antes de que llegaras, pero se me perdió hace unos años en un viaje que tuve a Madrid.— Cerró los párpados. Quiso sonar desamparado, pero la honestidad, la que es honestidad en serio, rara vez nos da lujos para la dramatización. Ni siquiera en éste caso. Lo cierto es que no estaba, por más que la trajera siempre, y la añoranza de las cosas perdidas convergía con el hecho irrevocable de que la extrañaba. El hecho es que María no estaba. No más. Un aire hondo y frío le llenó el pecho, y entonces suspiró. —Fui un imbécil.
Su mirada, la mirada de María, era reproche; aún en recuerdo. Como memoria, como memoria presente imperturbable, sus pupilas tatuaban reproche en su conciencia. No consciente, no. Más como la mirada con la que se cargaba diario, ella, desde a-putas-saber-cuándo, pero que de un momento a otro no dejó de ver (no ni después de ella). Era olvido; era no reconocerse siglo, que después del cariño el mar terminaría enfriándole: los huesos, los corazones, las pupilas. Y María era reproche ocular, transparpádico. María era cariño descocido, de viento fúnebre congelado.
Por supuesto que la traía diario, en la ausencia. Como cuando metía la mano en su bolsillo, y había pelusa, monedas y hueco irreconfortante. Como el lienzo que a María se le olvidó en la casa, con una burda capa de blanco, donde nunca se dio tiempo para pintarle algo; un paisaje, si quiera. Como espacio sin aire. Y El ojo no repararía en recordarse a sí mismo que faltaba. De último, pagaba el consumo de un buffet que no supo aprovechar. Calaba. El reproche de sus ojos era su falta, donde no podría mirarlos decirle que hizo mal, que no verlos era saber que ya no estaba. Ahora sólo estaban él; él y El ojo.
—¿Y te arrepientes?— El ojo inquiría terriblemente fijo. A él la boca le sabía cada vez más seca. La mirada de El ojo le penetraba la coronilla, y su juicio sabía pesado: a cargar con los años que evitó nombrar en conciencia, que procuró nunca sacar de la cajita de madera que había cerrado con una llave de agua letrada. Era preguntarse lo que siempre supo. Más calaba. Pretendía perderse de La casa. Retomó la pluma, e hizo tres círculos de aire. Entonces jaló una hoja, la que fuera, la oportuna. Se reclinó a escribir. La casa azul venía. Los párpados le pesaron más. María no estaba. El ojo seguía la introspección tardía, fría, sagaz. Recordó. Las memorias de las que venía huyendo lo alcanzaron por fin. Nostalgia. Su mano se volvió lenta, más lenta que nunca. Apretó los ojos cerrados. Aceptó lo cierto, lo innegable, lo verdadero. —Cada día.
“El ojo me miró fijo. Fijo. El ojo me siguió fijo. El ojo me desnudó fijo la ropa, la carne, la fuente. El ojo me penetró. Fijo, fijo, el ojo me masturbó el labio inferior. Su mirada, de El ojo, me sacudió fijo. La dignidad me perfiló el muslo izquierdo, pues El ojo fijo me bebía la menstruación umbilical.
Yo, ambiguo; él, fijo.”
En La casa azul se abrió una puerta; lento.
Agua floja, encharcada en el patio trasero de La casa azul. Una hoja flota, el viento le sopla a través del charco, y sigue siendo hoja. Un insecto muerto es diseccionado por el cuchillo temporal, y los colmillos le perforan el exoesqueleto con toda paciencia. La ortografía mojada del charco lo envolvió, y el cadáver fue inmortalizado en Lo efímero.
En La casa azul se abrió una puerta; lento.
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