El poeta sabe, afirma que sabe. Un poema no vacila, no piensa que podría ser; dice cómo son las cosas. Y por eso yo soy Dios. Y también podrías serlo tú.
Intrínseco amanecer bajo la sábana blanca del octavo escalón de la escalera que desconozco. Beso. El labio se acerca al otro labio, hubo un roce perdido, censurado por mi párpado inconveniente. Cuando miré, ya estaban hechos, los dos. Yo no supe, no vi, no alcancé a aprehender sus caricias. Vi, y cuando vi ellos se habían besado, estaban besándose, y fue hermoso. El labio de él alcanzaba al labio suyo, ella se dejaba atrapar. Tres dedos suyos prensaban la nuca de él, él la tenía de la cintura. Mi voz quedó atrapada en el embotellamiento de la garganta –siempre, acostumbrado, desde las 6 de la mañana. Las pestañas de él, no sé si eran de ella. Desconocí por completo el límite, allá, lejos donde estaban los dos; indistinguí el inicio de uno. En mi iris parados –yo sin comprender, por supuesto- estaba Dios risueño.
Zigzagueó, mientras, aquello, por la convexa confección de mi glóbulo ocular, se asomó, y dio un brinco fuera. Yo no quise, no me entró en gana prestarle atención. Y bajó por la mejilla mía mientras los miraba. Andaba riéndose, creo haberlo oído, al escabullirse hacia abajo. Pude haberlo seguido fácilmente, a pie, sobre mi superficie. Pero cómo prestarle atención a su óvalo acuoso, cuando en mi aliento no salía logos exacto para explicar aquel beso –ni para explicar un beso, apenas sé qué es eso. Sobre la tierra había un pedregal tormentoso, el fugitivo sí que pudo percibir incauto el pasar de las asperezas enclaustradas. Entendía que habría un término, que andaría de vago por no más de diez segundos. Después se descompondría, irremediablemente. Y su cuerpo desmenuzado regaría el suelo donde estaría yo sentado: contemplativo.
Mi boca estaba abierta. Aquel beso todavía me perturba; si está ello yo no tengo poder cognoscitivo. Retumbaría todavía en los balcones tallados dentro de mi cráneo, cada vez más fuerte, el tacto de uno y otro, y esa divinidad que me falta tanto por ser capaz de concebir en palabra propia. Surgía un ethnos divergente de todos sus labios. La sombra salía por entre los pequeños pozos que vengo cargando, y en lugar de eso estaba la Luz. En el momento vago en que leí sobre el relámpago, tal vez brilló un chispazo de conciencia dentro mío, entre la cóncava materia dentro del hueco frontal. Las crías del beso salían disparadas, disipadas con toda facilidad hacia los rincones más recónditos del infinito. El Universo estaba plagado ahora de ellos dos, o más seguramente, de algo que ninguno de los dos había sido nunca, antes del tacto súbito.
Viéndolos, me percaté de mí mismo; de que había sido, hasta ahora, demasiado endemoniadamente hermético. Sentía un hedor brotarme de las manos. Me repugné de descubrirme tan medido, tan atado del cuello a algún árbol o una piedra grande en el jardín de mi prosa destilada. Entre la asfixia del collar y el espanto disgustado, me subieron hasta la garganta unas ganas de escupir por todos lados un pedazo bueno de poesía improvisada. Fue viéndolos, arrebatarse uno a otro el aliento compartido. Fue viéndolos amarse, y verse, y descubrirse entre olas grandes y pozos profundos, que desbaraté todos los trozos de aquella escalera disyuntiva.
Vi una grande conglomeración de objetos ininteligibles, y ahí entre toda la masa de cosas que desconozco, distinguí un rostro intercalado. No sé a ciencia cierta dónde, pero sé que estaba; ahí en algún lugar donde la Luz sí toca aunque los ojos no me alcancen para atraparla –como cuando quiero escribir y sé que hubo poesía, aunque se me haya quedado la hoja bien en blanco. Sólo una vez abrazado del instante dadivo, sólo entonces pude reconocer que dentro de mí algo se movía; no como se ha dicho muchas veces, pero que realmente, diferente al movimiento cósmico y estelar, había un algo que no sabía que de verdad se movía. Fuera de toda pretensión: Luz. Entra por mis dedos, ¡iba a entrar hasta por debajo de mis uñas! Y por el ombligo. Por donde hubiera una entrada, por los poros de mis costados, y de mis muslos rancios, y de la parte trasera de mi cuello entorpecido. Hasta que comprendiera, de una vez por todas, que hay un fin en la potencia divina que paseaba recostada adentro de mí; mucho más adentro de lo que jamás me había atrevido a imaginarme –después, todavía, de las vísceras y de la sombra.
Como la lágrima, sentí descomponerme en el empedrado. Un rasgueo apasionado de guitarras españolas fue escribiendo sobre mí la poesía que ya no me sabía, que ya se me había olvidado. Quise descubrir la fórmula de un buen poema: Los buenos poemas iban a descubrirme adentro de los labios de ella (o los labios de ella iban a descubrirme dentro de un buen poema). A lo mejor un poeta no es poeta, sin el rigor divino de un labio femenino que nos pula las asperezas de los versos que uno escribe. Tal vez. Quizás, después de dos, de tres rasgueos de las guitarras, sí descubriera los milagros que había detrás del beso ese -que es eso. ¿Qué es eso?
Beso; lo ello: Y fui parido por mí mismo.
Decir que un científico juega a ser Dios, es sugerir, en primera instancia, que Dios está hecho a base de carbón. No, no lo está. La Luz pudo haberme penetrado los rincones de la pupila, pero no me habría dejado nunca, ni un poco, el sabor carbonizado. Pude haberme dado cuenta antes, pero no quise, que esa Luz de la que hablaba, estaba ahí, en él y en ella; y después, cuando entendiera más las cosas, que también estaba en mí.
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